Cuando se habla de modernismo catalán, una de las imágenes que vienen a la mente es la de la fachada de la Casa Amatller de Josep Puig i Cadafalch. O la vecina portada de la Casa Batlló, otra obra maestra de Antoni Gaudí. Y también los edificios de Lluís Domènech y Montaner como la del Hospital de Sant Pau.
Es bien conocido que uno de los pilares que sostienen la aparición de estas nuevas construcciones es el de la burguesía catalana. La industrialización produjo una nueva clase burguesa, que se enriqueció con la creación de fábricas novedosas y más competitivas. Pero, a menudo, se olvida de otro sector más tradicional que también hizo ganar mucho dinero a la burguesía catalana: los terratenientes encargados de la producción vinícola.
Tenemos que remontarnos a mediados de siglo XIX. Los territorios mediterráneos cultivaban la vid con la que producían vino para consumo propio y comerciaban con los excedentes. Francia ya era uno de los grandes centros vinícolas, con vinos de enorme reconocimiento internacional.
Pero en 1863 llegó al viñedo francés una plaga letal: la filoxera. Este pequeño insecto originario de América destruyó en 1868 la mayoría de los viñedos autóctonos de Francia. No había vino en el país galo, por lo que tuvo que importar los caldos de sus vecinos, entre ellos España.
Además, esta crisis productiva coincidió en España con el aumento de territorios destinados al cultivo de vid y con un crecimiento en la importación de vinos a Europa.
En Catalunya, la cercanía con Francia convirtió a los tradicionales centros productores en protagonistas del comercio de botellas. Hubo 15 años de expansión económica, en la que los comerciantes franceses acudían a Catalunya a comprar vino. Pero estos extranjeros también invirtieron en la mejora de las infraestructuras catalanas para facilitar el transporte; o apoyaban económicamente a los terratenientes para aumentar la productividad cada año.
El período de bonanza económica hizo que muchos propietarios de bodegas destinaran parte de sus ganancias a otros negocios, como las nuevas industrias. Y también llevaron su capital a inversiones inmobiliarias a Barcelona, una ciudad que estaba creciendo de forma increíble sobre el ordenado espacio del Eixample.
Así pues, el dinero de la producción vinícola constituyó el capital inicial para nuevas industrias y se invirtió en forma de inmuebles. Así los propietarios de tierras se consolidaron como una burguesía naciente que será la encargada de promover a los arquitectos y artistas del modernismo catalán de final de siglo XIX.
En 1878 la filoxera llegó a Catalunya. Por entonces, muchos bodegueros habían diversificado sus negocios y se habían instalado en zonas más urbanas, por lo que no les afecta tanto esta crisis en su economía. Sí que algunos territorios en los que la dependencia del vino era más directa sufrieron la plaga de la filoxera. En el Alt Penedès, por ejemplo, se libraron de este terrible insecto a finales del siglo XIX, iniciando una nueva etapa de progreso económico que coincidió con el momento álgido del modernismo. Arquitectos como Puig i Cadafalch, conocido por haber realizado la Casa Amatller en Barcelona, construyó las Cavas Codorniú en Sant Sadurní d’Anoia. Otros arquitectos del modernismo catalán también intervinieron en la edificación de otras bodegas.
Por tanto, el vino y el modernismo catalán están mucho más ligados de lo que parece. Así que es una buena idea celebrar las Noches Modernistas de Casa Museu Amatller con una copa de vino en su increíble entorno. Después de una visita teatralizada en la que Teresa Amatller y su doncella proponen un fascinante viaje a una casa modernista de 1900, ¿existe un mejor broche que una deliciosa copa de vino?